Las dos caras de Goya: ilustrado y dionisíaco. Reflexiones desde los pensamientos de Nietzsche y Danto

The Two Faces of Goya: Illustrated and Dionysian. Reflections from the Thoughts of Nietzsche and Danto

Daniel Sánchez Requejo

Universidad de León, España

dsancr@unileon.es

0009-0008-0958-6622

Recibido: 10/10/2024 | Aceptado: 12/11/2024

Resumen

Palabras clave

El arte de Francisco de Goya es un arte repleto de dualidades, las cuales parecen girar en torno al enfrentamiento entre la luz y la oscuridad. A lo largo de la historia, varios autores han reflexionado sobre la proximidad o el distanciamiento del artista español para con los ideales ilustrados y su confianza en la luz de la razón. Arthur Danto, a propósito de una exposición dedicada a los vínculos de Goya con la Ilustración, parece negar, o cuanto menos poner en duda, el significado ilustrado de la obra goyesca, ligándolo, de alguna manera, al pensamiento de Friedrich Nietzsche. Las teorías de estos dos autores, Danto y Nietzsche, ofrecen varias tesis que permiten estudiar a Goya como un sujeto inmerso en una doble naturaleza ilustrada, repleta de luz y racionalidad, y dionisíaca, cuya oscuridad supone la pérdida de fe en la razón y la sociedad moderna.

Arthur Danto

Caprichos

Francisco de Goya

Friedrich Nietzsche

Ilustración

Siglo XVIII

Abstract

Keywords

Francisco de Goya’s art is an art full of dualities, which seem to revolve around the confrontation between light and darkness. Throughout history, several authors have reflected on the proximity or distance of the Spanish artist to the ideals of the Enlightenment and his trust in the light of reason. Arthur Danto, with regard to an exhibition dedicated to Goya’s links with the Enlightenment, seems to deny, or at least doubt, the Enlightenment meaning of Goya’s work, linking it, in some way, to the thought of Friedrich Nietzsche. The theories of these two authors, Danto and Nietzsche, offer several theses that allow us to study Goya as a subject immersed in a double nature of the Enlightenment, full of light and rationality, and Dionysian, whose darkness implies the loss of faith in reason and modern society.

Arthur Danto

Caprichos

Enlightenment

Francisco de Goya

Friedrich Nietzsche

18th Century

Cómo citar este trabajo / How to cite this paper:

Sánchez Requejo, Daniel. “Las dos caras de Goya: ilustrado y dionisíaco. Reflexiones desde los pensamientos de Nietzsche y Danto.” Atrio. Revista de Historia del Arte, no. 31 (2025): 190-210. https://doi.org/10.46661/atrio.11100.

© 2025 Daniel Sánchez Requejo. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0. International License (CC BY-NC-SA 4.0).

Introducción

Jano, del latín Ianus, es una de las divinidades más antiguas de la mitología romana. Su representación cuenta con una característica de sumo interés: en su cabeza conviven dos rostros, uno que mira hacia atrás, al pasado, y otro orientado hacia delante, al futuro. Esta naturaleza bifronte bien podría aplicarse simbólicamente a numerosos intelectuales y artistas de toda la historia, personajes que desarrollan dos personalidades o mentalidades sumamente contrapuestas, ya sea en dos etapas vitales diferentes o de forma simultánea. Sin lugar a dudas, Francisco de Goya, uno de los más geniales e influyentes artistas de todos los tiempos, es uno de ellos.

El 6 de octubre de 1988, coincidiendo con el centenario de la muerte de Carlos III, monarca por excelencia de la Ilustración española, el Museo Nacional del Prado abría sus puertas con la exposición titulada Goya y el Espíritu de la Ilustración. Esta muestra expositiva contaba con 179 obras y un claro objetivo: eliminar del imaginario colectivo la noción de Goya como un artista cuyo genio subjetivo hace de su obra un paradigma eminentemente personal, ajeno a cualquier contexto social, político, intelectual o artístico. Por el contrario, se presenta a Goya como un espíritu crítico defensor de la razón, la libertad, el progreso y el liberalismo[1]. En otras palabras, como un artista, ante todo, ilustrado. Concluida esta exposición, se instaura en la historiografía goyesca –o, más bien, se incrementa– un profundo debate sobre la verdadera intención e influencia ilustrada de la producción del genio aragonés.

Años después, Arthur Danto, una de las autoridades filosóficas más influyentes del mundo del arte desde la década de 1960, le dedica una crítica a dicha exposición. En ella, Danto duda sobre la profundidad de los vínculos de la obra goyesca para con el ideario ilustrado. Si bien reconoce estos lazos en las primeras obras del artista, así como en gran parte de los encargos recibidos por Goya y provenientes de los altos estratos de la sociedad española, advierte un alejamiento de los mismos en sus creaciones personales y privadas, fundamentalmente a partir del año 1792[2]. Danto se adentra, así, en una de las cuestiones que más han preocupado a los principales investigadores de Francisco de Goya y resalta, al igual que ocurría con Jano, su naturaleza bifronte. Con uno de sus rostros, Goya parece mirar atrás, al paradigma racional, a la Ilustración y al período prerrevolucionario, a un arte regido bien por la norma clásica, bien por la pervivencia del atrezzo barroco. Es la faz que ofrece a sus mecenas ilustrados y con la que se amolda a sus exigencias representativas, iconográficas y simbólicas. Con el segundo rostro, parece avanzar hacia delante, hacia la separación ilustrada y los nuevos planteamientos románticos, hacia el lado oscuro del mundo, hacia su intimidad, creando una serie de obras en las que parece desistir de la esperanza ilustrada para entregarse a la locura y la fantasía, unidas ambas a la crítica de la sociedad moderna.

Goya y el Espíritu de la Ilustración comienza con el Retrato de Carlos III realizado por Anton Raphael Mengs (Fig. 1), cuya representación del monarca parece invitarnos con su mano izquierda a recorrer el espacio expositivo. Artista y monarca se erigen, ambos, como imágenes icónicas y representativas de la Ilustración en España. Sin embargo, la última obra con la que se topa el espectador antes de abandonar la muestra es con el grabado que Goya tituló Viejo en el columpio y demonios (Fig. 2), donde un anciano burlesco con rasgos de locura se balancea ante la presencia amenazante de seres demoníacos. La exposición puede leerse, atendiendo a estas dos obras, como un reflejo de esta dualidad, como un viaje de la razón a la locura, de lo ilustrado a lo dionisíaco. La crítica de Danto no solo resalta esta doble naturaleza goyesca, sino que también sugiere algunas concomitancias de la obra de Goya, fundamentalmente en referencia a los Caprichos, con el pensamiento de Friedrich Nietzsche y su análisis y feroz crítica de la sociedad moderna[3]. Además, Goya se erige como un artista idóneo para ilustrar algunas de las tesis más significativas del ideario dantiano, aunando en su producción los principales rasgos que Danto atribuye al comienzo de la modernidad en la historia del arte.

Fig. 1. Anton Rafael Mengs, Carlos III, 1767. Óleo sobre lienzo, 151,8 x 110,3 cm. © Archivo Fotográfico del Museo Nacional del Prado.

Fig. 2. Francisco de Goya y Lucientes, Viejo columpiándose, 1826-1828. Aguafuerte, aguatinta, bruñidor, aguada sobre papel continuo, 289 x 204 mm. © Archivo Fotográfico del Museo Nacional del Prado.

El Goya ilustrado

Francisco de Goya desarrolla su infancia y juventud al amparo del ambiente ilustrado que por entonces se extendía en el territorio español de la mano de la monarquía de Carlos III, quien acabaría nombrando al aragonés “pintor del rey”, para pasar posteriormente a “pintor de cámara” con su inmediato sucesor, Carlos IV, en 1799. Así, estos primeros pasos de Goya en el mundo del arte y la intelectualidad aparecen impregnados por las nuevas corrientes de herencia francesa que se introducen en la corte del “mejor alcalde de Madrid”. España, por entonces, se acoge a la hegemonía y predominio de la luz de la razón, conceptos abanderados en la lucha contra el vicio y la superstición. A todo ello le acompaña la fe en la moral moderna y el progreso hacia la libertad del individuo y la comunidad. Esta nueva orientación cultural trae consigo la racionalización de las disciplinas, entre las cuales se incluye el arte, concebido como un instrumento didáctico y moralista al servicio de las aspiraciones ilustradas y el desarrollo moral y virtuoso del individuo. El mismo Diderot, en sus Investigaciones filosóficas sobre el origen y naturaleza de lo bello (1752), atribuía al arte el papel de mejorar la sociedad mediante la enseñanza del bien, el conocimiento y la verdad, mientras que otros pensadores provenientes de la tradición empirista británica, como Hume, concebían las obras de arte como medios creativos encargados de exaltar la belleza y la luz, a la par que deformar el vicio y el mal obrar del sujeto.

Goya no es ajeno a todas estas consideraciones provenientes del ámbito de la filosofía, la literatura o el arte, y menos aun cuando, a su llegada a la capital, comienza a adentrarse en los círculos intelectuales ilustrados y a establecer amistad con personajes de la talla de Bernardo de Iriarte, Juan Martín Goicoechea, Gaspar Melchor de Jovellanos, Leandro Fernández de Moratín o Ceán Bermúdez. Todo ello no haría sino inculcar los nuevos parámetros de pensamiento de este momento en un Goya que comenzaba a forjarse un nombre dentro de las altas esferas de la sociedad política y artística de la España ilustrada[4].

El “Goya ilustrado” es un artista que toma literalmente la “luz” de la razón para concebir sus creaciones, que respeta las formas naturalistas, aunque teñidas de un inconfundible tono personal, y que refleja la vida intelectual y virtuosa de la sociedad española. Es el Goya de los cartones para tapices, de sus primeros encargos retratísticos por parte de importantes personalidades. Es el Goya que retrata al conde de Floridablanca como un emperador romano, acompañado de símbolos vinculados al mecenazgo artístico, a la cultura libraria, etc. (Fig. 3). Es el Goya que resalta los valores de la familia y la educación en La familia del infante don Luis (Fig. 4). Es, incluso, el Goya que se “somete” al uso práctico e interesado que la monarquía hace del arte ilustrado para ofrecer una determinada imagen reformista y progresista a la sociedad, cuando acepta el encargo por parte de Godoy de cuatro medallones dedicados a la agricultura, el comercio, la industria (Fig. 5) y la ciencia, imágenes alegóricas de los logros obtenidos por el Estado en estos ámbitos[5].

Fig. 3. Francisco de Goya y Lucientes, José Moñino y Redondo, I conde de Floridablanca, 1783. Óleo sobre lienzo, 260 x 166 cm. © Colección Banco de España, Madrid.

Fig. 4. Francisco de Goya y Lucientes, La familia del infante don Luis de Borbón, 1784. Óleo sobre lienzo, 248 x 330 cm. © Fundación Magnani-Rocca, Parma.

Fig. 5. Francisco de Goya y Lucientes, La Industria, 1804-1806. Óleo sobre lienzo. © Archivo Fotográfico del Museo Nacional del Prado.

Por todo ello, este Goya es uno de los principales representantes de la Ilustración en las artes plásticas en la España de su época. Así, no debe estudiarse a Goya desde la perspectiva unívoca de cariz romántico que se forjó durante las décadas posteriores a la muerte del autor. Debemos, por el contrario, tomar en consideración la faceta ilustrada del genio aragonés, cuya imagen fue introducida en el panorama investigador, de alguna manera, por Edith Helmann en su obra El trasmundo de Goya[6]. El mérito de este artista fue, en palabras de Tomlinson, “responder a los cambios y, al mismo tiempo, basarse en las tradiciones que conformaban el status de cada protector”[7]. Supo instaurar su arte en un momento en el que la cultura ilustrada había abierto una brecha cargada de contradicciones entre la tradición y el progreso, entre el pasado y el futuro, brecha que se repetiría no mucho tiempo después, aunque en esta ocasión con la Ilustración como pasado y con los nuevos ideales románticos como futuro de la cultura y el arte occidentales, responsables de que se abriera, siguiendo la terminología de Patxi Lancero, una “herida trágica” en la sociedad occidental[8].

El Goya dionisíaco

La luz de la razón, esa que había iluminado los primeros años de la vida artística de Goya, y cuyos rayos siguieron influenciando los grandes encargos que recibía el artista, escondía tras ella un reverso sombrío, repleto de oscuridad, fantasía e irracionalidad. “La luz de la razón esconde monstruos”, diríamos, jugando con el título de su capricho 43. Ese Goya que había crecido de la mano de la intelectualidad ilustrada y al amparo de la corte real ve interrumpida, o cuanto menos alertada, su fe en el progreso racional de la humanidad.

Todorov, uno de los grandes teóricos del arte fantástico –e investigador de la obra de Goya– afirma que el hito decisivo para el desarrollo de la dualidad lumínica/oscura o ilustrada/dionisíaca de la producción del genio aragonés lo constituyó la enfermedad que este contrajo en 1792, la cual le causó un gran perjuicio e hizo que el artista se encerrase, cada vez más, en sí mismo[9]. El resultado, en palabras del mismo Todorov, es el del surgimiento del “régimen nocturno” de la obra de Goya[10]. Este hecho, de cariz personal, se unió a las profundas transformaciones que trajo consigo el periodo final del siglo XVIII. Tal y como defiende Carlos Foradada, la producción artística de Goya supone una constante imagen de la implicación personal del autor en su contexto[11]. Así, la Revolución Francesa parecía haber acabado con las máximas ilustradas, embarcando a la sociedad en un momento cargado de violencia, lucha y, ante todo, reivindicación de libertad y justicia. En este proceso no tenía cabida la hegemonía racional ilustrada. Por el contrario, ganaba importancia el apartado sentimental y emocional humano.

La ruptura que trajo consigo la caída del Antiguo Régimen y del sistema sociopolítico que había regido a la humanidad occidental en las últimas centurias, comienza a exigir de unos nuevos parámetros sociales, políticos y culturales. Consecuencia directa de ello es la formación de la sensibilidad romántica, la llamada al sentimiento más interno del sujeto y a una expresión artística liberada de las rígidas normas neoclásicas e ilustradas. El propio Danto se encarga, en su crítica a Goya, de ilustrar este proceso “romantizador” en el artista, cuando trae a colación el Retrato de Bartolomé Sureda, de 1805 (Fig. 6), en el que Goya había dado el paso desde la encarnación de los valores ilustrados que sí se apreciaban en su Retrato del conde de Floridablanca, hacia el retrato característico del período romántico, con unas características formales que parecen llamar más al sentimiento que a la razón: “La luz y la sombra, la pincelada y la figuración, la actitud y el efecto, no nos remiten a la razón, sino al sentimiento, no a la claridad de una pose descarnada y ordenada de Floridablanca, que ha sido sustituida por algo suave, oscuro y soñador”[12].

Fig. 6. Francisco de Goya y Lucientes, Retrato de Bartolomé Sureda, 1804. Óleo sobre lienzo, 119,7 x 79,3 cm. © Archivo Fotográfico del Museo Nacional del Prado.

Goya, desde ese fatídico año 1792 en el que comienza un continuo caer y recaer de enfermedades que afectaron, entre otras cosas, a su oído, decide mantener los ideales ilustrados en los encargos que a este le sean requeridos, apostando por un arte totalmente diferente en cuanto a sus creaciones privadas o personales se refiere[13]. Así se lo expresa, ya en 1794, a Bernardo de Iriarte, en una carta donde resalta las posibilidades creativas y expresivas que le ofrecen sus obras privadas[14]. Sin duda alguna, esta faz culmina con las pinturas negras de la Quinta del Sordo, con el atemorizante Saturno devorando a sus hijos y con las escalofriantes escenas de aquelarres. A medio camino, sin embargo, se encuentra una de las cumbres de la obra goyesca –y de la historia del arte occidental–, que es la serie de 80 grabados que Goya saca a la venta en febrero de 1799 bajo el título de Caprichos, según Danto el mayor logro en el arte del grabado desde Rembrandt. Este conjunto de estampas, casi desde el mismo momento en que vio la luz, ha estado sometido a un debate que incumbe precisamente a la doble cara goyesca. ¿Es una obra de arte de intención didáctica ilustrada o, por el contrario, se trata de una mordaz crítica a la sociedad moderna bajo el abandono de la esperanza racional y la entrega a la irracionalidad y el capricho? Álvarez Barrientos, en referencia precisamente a este conjunto de estampas, define esta ambigüedad interpretativa aludiendo a “la inquietud que producía desconocer el significado y el sentido de las imágenes, que la interpretación de las sátiras quedara abierta a la capacidad de cada uno, no tener certidumbre del significado de lo que se veía. En realidad, se puede hablar de que desafían al espectador con sus significaciones no cerradas y que producen tantos sentidos como intérpretes los miran”[15].

Estudiar los Caprichos es adentrarse en un mare magnum de temáticas, causas, significados, teorías, imágenes, etc. Esta colección gráfica ha terminado por constituirse como una de las obras de arte más controvertidas y estudiadas de la tan convulsa transición entre el siglo XIX y el XX. Sus imágenes, concebidas desde una postura sumamente expresiva y personal, muestran el lado más inmoral e irracional de la sociedad española y, en gran medida, occidental, de su momento. Ofrece un compendio de escenas, ante todo satíricas, acompañadas de un título o leyenda que parece dar pistas o, cuanto menos, cierta orientación hacia la interpretación de su significado. Las divisiones temáticas que se han propuesto para esta obra han sido muy diversas. En todo caso, los Caprichos se afanan en mostrar la fatídica deriva moral humana, entregada a la superstición, al engaño y al vicio[16].

Mientras que una parte de la historiografía parece querer ubicar esta obra en el programa eminentemente ilustrado y didáctico destinado a corregir el comportamiento inmoral humano[17], otro grupo de autores, entre los que podemos colocar a Danto, conciben su compendio de imágenes como un reflejo perverso y moral de la sociedad moderna, una visión que abandona la perspectiva optimista y socrática característica de la Ilustración y adopta el pesimismo más desesperanzado con respecto a la razón[18].

Danto habla de los Caprichos como una “crueldad generalizada - un retrato de nosotros mismos como humanos, demasiado humanos”[19], una cita que pone en relación directa la obra de Goya y el pensamiento de Nietzsche, dos personalidades que, sin lugar a dudas, pueden erigirse como los principales azotes de la moral y la sociedad modernas, cada uno empleando su correspondiente medio: Goya, el artístico; Nietzsche, el filosófico.

Si bien Nietzsche no llegó a compartir cronología con Goya –nació 16 años después de la muerte del artista aragonés–, muchos aspectos de su filosofía pueden ser aplicados a una producción goyesca como los Caprichos. Si analizamos las principales consideraciones nietzschianas, en relación a la creación artística, rápidamente nos toparemos con una de las dualidades más célebres de la historia del pensamiento occidental: la del arte como una confluencia entre los dos impulsos fundamentales del ser humano, el apolíneo y el dionisíaco. En El nacimiento de la tragedia, el filósofo de Röcken, expone cómo el ser humano de la Grecia antigua, dotado ya de ciertas capacidades observacionales y reflexivas, conoció verdaderamente los horrores de la existencia, el lado más inmoral y terrorífico que escondía la naturaleza humana[20]. Para sobrellevarlo, recurrió a la invención de las divinidades olímpicas, cuya presencia justificaba y dignificaba la vida humana. En el origen estaba lo dionisíaco, el mundo desenfrenado de las pasiones que traía consigo, en numerosas ocasiones, los horrores y la inmoralidad. Es el mismo ser humano el que crea el espíritu o impulso apolíneo, apoyándose en la mitología olímpica, para evitar sucumbir por completo, precisamente, a lo dionisíaco[21]. Nietzsche afirma: “Ese mismo instinto que da la vida al arte como complemento y terminación de la existencia, dio también nacimiento al mundo olímpico, que fue para la voluntad helénica el espejo en que se reflejaba su propia imagen transfigurada”[22].

El arte nace como la confrontación de ambos impulsos, los cuales permiten al artista examinar e interpretar la realidad que le rodea: “El hombre dotado de un espíritu filosófico tiene el presentimiento de que detrás de la realidad en que existimos y vivimos hay otra completamente distinta, y que, por consiguiente, la primera no es más que una apariencia”[23]. Goya personifica, en los Caprichos más que en ninguna de sus otras creaciones, la condición de observador de su realidad, en la cual descubre, más que el espíritu apolíneo, el reverso dionisíaco que la misma parece querer ocultar. De hecho, emplea con cierta asiduidad el uso simbólico de la máscara, presente en varias de sus obras como alusión a ese carácter engañoso de la realidad, como un ocultamiento premeditado por parte de determinados grupos sociales, festividades o actos que se afanan en esconder la verdad. La máscara se erige como la protagonista de su pintura El entierro de la sardina, una celebración cuyas connotaciones se ligan al mundo al revés y al engaño mediante el disfraz, disimulo de nuestro verdadero aspecto o naturaleza (Fig. 7). De la misma manera, son las máscaras los elementos de mayor poder simbólico en el capricho n.º 6 (Nadie se conoce), que el Museo Nacional del Prado explica de la siguiente forma: “el mundo es una máscara, el rostro, el traje y la voz, todo es fingido. Todos quieren aparentar lo que no son, todos engañan y nadie se conoce” (Fig. 8)[24].

Fig. 7. Francisco de Goya y Lucientes, El entierro de la sardina, 1208-1812. Óleo sobre tabla, 82 x 60 cm. © Cortesía del Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

Fig. 8. Francisco de Goya y Lucientes, Nadie se conoce, 1797-1799. Aguafuerte, aguatinta bruñida sobre papel verjurado, 306 x 201 mm. © Archivo Fotográfico del Museo Nacional del Prado.

Siguiendo las concepciones dantianas en referencia a los vínculos entre Goya y Nietzsche, los Caprichos, más que suponer un programa didáctico de cariz ilustrado que pretende encauzar el mal camino elegido por la sociedad moderna, reflejarían la visión de la horrible verdad, papel que Nietzsche atribuye al arte en la sociedad griega antes de la llegada del “socratismo estético”[25], y lo hace recurriendo a un recurso eminentemente idealista, retomado por Nietzsche en su filosofía: la ironía, que posteriormente trataremos.

Nietzsche atribuye a la obra trágica de Eurípides la responsabilidad de acabar con la convivencia apolíneo-dionisíaca lograda por Esquilo en su obra. Por el contrario, la sociedad griega vio cómo se instauraba en su sistema social y moral un “socratismo estético” u “optimismo socrático” en el que la esfera dionisíaca parecía no tener cabida. La máxima que sigue a este nuevo pensamiento es la de un método racionalista y de fe en el progreso moral por medio del conocimiento y la virtud –los paralelismos con la Ilustración son más que evidentes–[26]. De hecho, esta actitud socrática es la que Nietzsche atribuye a la sociedad moderna de su tiempo, únicamente tambaleada por la vuelta a la actitud trágica que Kant y Schopenhauer parecen haber encauzado[27].

Así, Danto considera a Goya un artista mucho más profundo que aquellos que producían un arte eminentemente didáctico, amparados por la Ilustración. En opinión de Fred Licht, la obra de Goya es la declaración visual más purgante de la Ilustración, dejando atrás su psicología moral optimista y socrática para reflejar, sin tapujos, la naturaleza dionisíaca y perversa del sujeto moderno[28]. Es por esto que los Caprichos son, ante todo, una obra humana, demasiado humana. Nietzsche, en su obra homónima, reflexiona sobre la cambiante y evolutiva jerarquía de bienes morales en la sociedad occidental, regida durante mucho tiempo por la asociación del bien, por una parte, a aquello que se ajusta a la tradición y la costumbre, y del mal, por otra parte, a aquello que supone un cuestionamiento u oposición a lo anterior[29]. Goya, en sus estampas, se opone precisamente a estas cuestiones. En el anuncio que acompañó a la venta de esta colección el 6 de febrero de 1799, explicó la temática de las mismas mediante las siguientes palabras: “ha escogido como asuntos proporcionados para su obra, entre la multitud de extravagancias y desaciertos que son comunes en toda sociedad civil, y entre las preocupaciones y embustes vulgares, autorizados por la costumbre, la ignorancia o el interés…”[30].

En esta misma obra nietzschiana a la que venimos aludiendo, el autor, reflexionando en torno al papel del individuo en la sociedad, afirma: “El hábito de la ironía, como el del sarcasmo, corrompe la moral”[31]. Cuando leemos los títulos de los caprichos 6 (Nadie se conoce), 15 (Bellos consejos), 38 (Bravísimo) o 53 (Que pico de oro), difícilmente pasa inadvertido el empleo de la ironía por parte de Goya. Para Nietzsche, la ironía constituye un método pedagógico, de raíces socráticas, por cierto, e idealistas[32], consistente en una “confusión saludable”, un engaño que, en cierta manera, humilla al intérprete o espectador al que se dirige el mensaje irónico. La obra de Goya es una repetición continua de ironías y sátiras sociales que, como defendió Nietzsche posteriormente, acaban por corromper la moral. La sociedad moderna que Goya denuncia es, ante todo, irónica[33]. Presenta un clero que actúa de manera contraria a la fe que profesa, a clases sociales distinguidas rebajarse a los niveles más ínfimos y deplorables, etc. De esta forma, la sociedad y la moral modernas son, eminentemente, un engaño, y los Caprichos, quizás, un medio expresivo al servicio del desengaño de sus espectadores, que se enfrentan radicalmente a la verdad más cruda para revocar el socratismo y asumir la inmoralidad inherente a la esfera dionisíaca humana. Puede que, como Stoichita y Coderch defienden, la puesta a la venta de estos grabados en una perfumería de la calle del Desengaño madrileña sea más que una mera casualidad[34].

Goya en la teoría de Danto

Una vez Danto identifica la naturaleza bifronte que presenta la obra de Goya, no duda en exaltar el tono ilustrado del Retrato del conde de Floridablanca, la naturaleza transitoria hacia los ideales románticos en el Retrato de Bartolomé Sureda y el lado dionisíaco u “oscuro” de los Caprichos. Esta colección de estampas supone una imagen idónea para explicar la concepción dantiana del arte como un espejo moral de conocimiento del mundo y de autoconocimiento o autorrevelación del sujeto y la sociedad[35]. Cuando en La transfiguración del lugar común se adentra en las diferentes teorías “especulares” del arte, propone una definición de la obra de arte como el reflejo de acciones o comportamientos que interpelan directamente al espectador[36]. Danto presenta, en esta obra, las teorías “especulares” del arte de Sócrates y Shakespeare. El primero, concibe el arte como un reflejo exacto de la realidad, una mera copia de las apariencias naturales sin beneficios cognitivos. Sin embargo, el literato, por medio de Hamlet, entiende las obras de arte como objetos de autoconocimiento que aportan nuevas cogniciones al espectador. El arte, para Danto, lejos de ofrecer reflejos exactos de la realidad, debe representarla –o expresarla– ofreciendo algo más que su mera copia, dirigiéndose al intelecto o la reflexión del sujeto y mostrando aquello que el mundo o la naturaleza parece “ocultarnos”. La obra de Goya es uno de los grandes ejemplos a través de los cuales el artista nos presenta, siguiendo un lenguaje goodmaniano, no un nuevo mundo como tal, sino la verdadera cara que oculta aquel que creemos conocer.

La obra de arte, defenderá más adelante Danto en El abuso de la belleza, se constituye como una expresión de la vida interior de una cultura, una manifestación del espíritu absoluto, recurriendo ahora a un vocabulario hegeliano[37]. Los Caprichos constituyen una de las más poderosas muestras del espíritu objetivo de la sociedad moderna y, supuestamente, avanzada gracias a la Ilustración: en sus escenas encontramos comidas, libros, brebajes, vestimentas nobles y eclesiásticas, etc. como huellas de un mundo moralmente cuestionable. El espíritu subjetivo, más cercano a los comportamientos reprobables y fantasiosos de sus personajes, se desarrolló a lo largo de toda la obra para, uniéndose al objetivo, expresar el espíritu –moderno occidental– absoluto.

A todos los efectos, los grabados de Goya pueden desempeñar el papel de paradigma artístico posmoderno en tanto a las características que Danto liga a las grandes obras de arte en su momento post-histórico, algunas de las cuales ya habían sido adelantadas por Hegel o Nietzsche. No solo supone la expresión de ese espíritu absoluto de raigambre hegeliana. No solo se constituye como un medio de autoconocimiento moral del sujeto-espectador. También ejerce de agente de cambio para la sociedad[38], no tanto desde una vocación didáctica y socrática, sino a partir de la presentación dionisíaca más ácida de una realidad que debe ser comprendida e interiorizada por la sociedad universal para presentar, aunque de manera negativa, los grandes valores del ser humano para así mantener vivo el legado nietzschiano y la exigencia de una transmutación de dichos valores[39].

De la misma forma, cada uno de los 80 caprichos suponen un desafío a las formas miméticas y naturales presentes en la tradición artística ligada al relato vasariano. Goya renuncia a la imitación y apuesta por la creación expresiva y subjetiva de nuevas formas representativas que revelan una manera particular de ver el mundo[40], en este caso la del artista aragonés. Todo ello se ve enriquecido por la combinación intencionada de dos sistemas simbólicos diferentes: imagen y texto. Estos elementos fomentan una relación intelectual activa para con el receptor o espectador, presentándole unos significados semiocultos, o cuanto menos difusos, acompañados de “miguitas de pan” que pueden dar ciertas pistas o, por lo menos, una orientación interpretativa. En este sentido, los Caprichos se convierten en un auténtico entimema[41], tipología metafórica que Danto liga al gran arte. En tanto que creación artística, “hace lo que las obras de arte siempre han hecho: exteriorizar una forma de ver el mundo, expresar el interior de un período cultural, ofrecerse como un espejo en el que atrapar la conciencia de nuestros reyes”[42]. Tales palabras, a pesar de estar dedicadas a la Brillo Box de Warhol, bien valdrían para definir la obra de Goya como el gran espejo de la modernidad.

Conclusiones

La genialidad de ciertos artistas se mide, en ocasiones, por la calidad o el dominio técnico que demuestra en sus obras. También puede destacar por la consecución de un estilo o lenguaje sumamente personal, que se ha vuelto icónico con el paso del tiempo. Igualmente, puede pasar a la historia por la profundidad de sus mensajes, por contar con una biografía de sumo interés, por presentar innovaciones trascendentales para la historia del arte, etc. Que Goya cumple todos estos requisitos es un hecho, del mismo modo que uno de sus grandes valores está en el enigma interpretativo que obras como los Caprichos suponen. El peligro que ya de por sí incluye la intención de clasificar a Goya bajo un estilo o periodo artístico se extiende al intento de otorgar un significado cerrado y absoluto a muchas de sus obras. Quizás la genialidad también resida en este hecho, en que pase el tiempo y siga provocando dolores de cabeza a los investigadores y debates en torno a si adoptó en sus creaciones una u otra postura –ilustrada o dionisíaca, como es el caso–, por muy opuestas que estas sean.

Goya logra llevar esta incertidumbre semántica hasta sus más altas cotas, y consigue que, en función de la interpretación que otorguemos a un solo elemento de una de sus escenas o a una de las palabras que conforman el título de una obra, el significado global de la manifestación cambie considerablemente. Tomemos como paradigma de esta tesis el, hasta ahora solo mencionado y no analizado capricho 43, El sueño de la razón produce monstruos (Fig. 9). La riqueza simbólica y semántica que esconde este capricho, ligado a autores como Quevedo o Gracián, ha alcanzado, con el paso del tiempo y la sucesión de sus interpretaciones, una riqueza casi sin igual en la producción goyesca. Y, precisamente, ilustrará cómo, en función de la manera en que consideremos elementos individuales de su composición o su título, obtendremos una imagen bien ilustrada, bien dionisíaca del artista aragonés. Todorov se centra en la dualidad interpretativa que presenta el concepto “sueño” que incluye el título del capricho. Si ligamos su significado a la mera acción de dormir, es la ausencia de la razón la que conlleva la amenaza monstruosa. Si, por el contrario, lo vinculamos con la acción de soñar, es la misma razón la que produce esos monstruos[43]. Madrid Casado, por su parte, traslada dicha dualidad semántica a la preposición “de” del mismo título. Concebida como un genitivo subjuntivo, sería el alejamiento de la razón el que trae consigo a los monstruos. No obstante, una interpretación objetiva conlleva entender los monstruos como productos del sueño. En base a estas incertidumbres lingüísticas, si nos trasladamos al lenguaje icónico, el hecho de que asignemos un lugar u otro a los seres monstruosos determinará por completo el significado del grabado[44]. Si entendemos que los mismos llegan desde la lejanía al escritor dormido, le asignamos una existencia externa que tan solo nos irrumpe con la pérdida de la razón. Pero si creemos que estos emergen del interior del sujeto, asignamos a la razón el papel productivo de la fantasía.

Fig. 9. Francisco de Goya y Lucientes, El sueño de la razón produce monstruos, 1797-1799. Aguafuerte, aguatinta sobre papel verjurado, 306 x 201 mm. © Archivo Fotográfico del Museo Nacional del Prado.

La naturaleza “jánica” de Goya revela una de las tesis más defendidas por la filosofía del arte de Danto, que no es otra que la consideración de las obras de arte como expresiones absolutas de un mundo –del arte– determinado. En esta ocasión de un mundo exterior, el de la transición del siglo XVIII al XIX, y uno interior, el de las profundidades subjetivas de Goya. Además, muestran la enorme interrelación que se da entre los dos términos que Danto atribuye a las obras de arte: significados y encarnación de los mismos[45]. La dualidad goyesca entre las obras públicas y privadas es la dualidad de dos conjuntos de significados muy diferentes, que provocan unas representaciones igualmente distintas. Las composiciones caracterizadas por la luz y el uso más o menos contenido y armónico del color y el dibujo son el resultado de unas ideas ilustradas, así como de unas exigencias formales provenientes de la condición ilustrada del mecenas. Los Caprichos, oscuros (y no solo por la técnica del grabado), expresivos, inquietantes, de trazos mucho más rápidos y agresivos, surgen del interior atormentado del autor, así como de su actitud desesperanzada y mordaz frente al mundo que le rodea. La encarnación artística de los significados depende, por lo tanto, directamente de aquellos significados que se pretende encarnar.

La crítica que Danto ofrece de la exposición Goya y el Espíritu de la Ilustración supone un escrito de sumo interés para analizar y reflexionar sobre determinados aspectos de la obra del artista aragonés. Por un lado, de sus más que evidentes semejanzas para con la obra de Nietzsche, en especial con el papel moral y crítico que puede desempeñar la obra de arte en tanto que reflejo de la naturaleza dionisíaca inherente al ser humano. Su obra, no solo parece mostrar eso “humano, demasiado humano” con el que todos los individuos estamos marcados, sino que también, continuando con los guiños a escritos nietzschianos, parece presentar un auténtico “ecce homo”, a la par que situarse “más allá del bien y del mal”, por encima de todos los debates posteriores en torno a su verdadera naturaleza, o tomando la expresión de Madrid Casado, “más allá de las luces y las sombras”[46]. Por otro lado, introduce el interesante debate en torno a este dios Jano del arte nacido en Fuendetodos, situándose en una época donde precisamente, la cultura y el pensamiento se hallaban repletos de binomios o dualidades (tradición/modernidad; Ilustración/Romanticismo; norma/libertad, etc.). Los Caprichos, obra que ha ejercido de hilo conductor de este escrito, se ajusta a la perfección a buena parte de las características que Danto atribuye al arte, y dentro de este, al gran arte, en su filosofía. Sobre Goya, Danto habla en los siguientes términos: “Su grandeza fue reflejar su tiempo y ser para todos los tiempos”[47].

Referencias

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[1] Santiago Saavedra et al, eds. Goya y el espíritu de la Ilustración (Madrid: Museo Nacional del Prado, 1988). Publicado en conjunto con una exhibición del mismo título organizada y presentada en el Museo Nacional del Prado en Madrid, 6 de octubre de 1988-18 de diciembre de 1988, el Museum of Fine Arts en Boston, 18 de enero de 1989-26 de marzo de 1989 y el Metropolitan Museum of Art en Nueva York, 9 de mayo de 1989-16 de julio de 1989.

[2] Arthur Danto, Encounters and Reflections (Berkeley y Los Ángeles: University of California Press, 1997), 250-256.

[3] Danto, 254.

[4] Saavedra et al, eds., Goya y el espíritu de la Ilustración, 18-23.

[5] Janis Tomlinson, Goya en el crepúsculo del siglo de las luces (Madrid: Cátedra, 1993), 127-129.

[6] Edith Helman, Trasmundo de Goya (Madrid: Alianza Editorial, 1993), 141-143.

[7] Tomlinson, Goya en el crepúsculo del siglo de las luces, 241.

[8] Patxi Lanceros, La herida trágica. El pensamiento simbólico tras Hölderlin, Nietzsche, Goya y Rilke (Barcelona: Anthropos Editorial, 1997), 29.

[9] Tzvetan Todorov, Goya. A la sombra de las luces (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2011), 211-212.

[10] Todorov, 212.

[11] Carlos Foradada, Goya recuperado en las Pinturas negras y El Coloso (Gijón: Trea, 2019), 17.

[12] Traducción propia del original. Danto, Encounters and Reflections, 252.

[13] Lanceros, La herida trágica. El pensamiento simbólico tras Hölderlin, Nietzsche, Goya y Rilke, 21.

[14] Francisco de Goya, “Bernardo de Iriarte, Carta,” 1 de abril de 1794, Francisco de Goya, Diplomatario. https://ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/10/54/_ebook.pdf.

[15] Joaquín Álvarez Barrientos, “Sobre la construcción de la imagen de Goya: algunos usos y abusos,” en Goya y su contexto, eds. Diputación Provincial de Zaragoza e Institución “Fernando el Católico” (Zaragoza: Institución “Fernando el Católico”, 2013), 19-20.

[16] José Manuel B. López Vázquez, Explicaciones de los Caprichos de Goya (Lugo: Editorial Ta Ta Ta, 2023), 92-97.

[17] Algunos de los autores más afines a la consideración didáctica e ilustrada de la obra de Goya son Janis A. Tomlinson, Jannine Baticle, Alfonso E. Pérez Sánchez o José Manuel López Vázquez, quien define esta obra como un ejercicio ilustrado y pedagógico de denuncia de los errores y vicios humanos. López Vázquez, 11.

[18] Otros autores como Tzvetan Todorov, Carlos M. Madrid Casado, Victor Stoichita y Anna Maria Coderch, apuestan por una concepción más dionisíaca de los Caprichos. A medio camino entre las dos posturas, autores como Nigel Glendinning, siembran la duda sobre las verdaderas intenciones de Goya, preguntándose si este persigue fines didácticos o, por el contrario, muestra el reflejo perverso de la realidad.

[19] Traducción propia del original. Danto, Encounters and Reflections, 254.

[20] Friedrich Nietzsche, El origen de la tragedia (Madrid: Austral, 2006), 50-52.

[21] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo (Madrid: Alianza Editorial, 2005), 77-79.

[22] Nietzsche, El origen de la tragedia, 58-59.

[23] Nietzsche, 49.

[24] López Vázquez, Explicaciones de los Caprichos de Goya, 127-128.

[25] Ekike Borck, “Nietzsche, el nihilismo y el arte de la transfiguración,” Estudios sobre Nietzsche, no. 19 (2019): 24, https://doi.org/10.24310/EstudiosNIETen.vi19.11714.

[26] Francisco Leocata, “Ilustración y modernidad en los primeros escritos de Nietzsche,” Sapientia, no. 56 (2001): 458-459.

[27] Nietzsche, El origen de la tragedia, 139-140. En este escrito, Nietzsche define el mundo moderno como socrático, dominado por un sujeto teórico y optimista que se basa, ante todo, en un conocimiento científico y racional que conduce a la virtud. Kant combatió este optimismo revelando la imposibilidad humana de alcanzar el conocimiento pleno y verdadero de las esencias, tesis reafirmada por Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación. Desde entonces, se va forjando una vida trágica en la que el conocimiento intuitivo sustituye al científico y racional, y en la que el individuo se hace plenamente consciente del sufrimiento, haciéndolo suyo y viviendo junto a él.

[28] Saavedra et al., eds., Goya y el espíritu de la Ilustración, 92.

[29] Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano (México: Mexicanos Unidos, 1986), 36-38.

[30] Diario de Madrid, 6 de febrero de 1799. Biblioteca Nacional de España, consultado el 27 de septiembre de 2024, https://hemerotecadigital.bne.es/hd/viewer?oid=0001598112&page=4.

[31] Nietzsche, Humano, demasiado humano, 99.

[32] Si atendemos a sus raíces socráticas, la ironía puede definirse, grosso modo, como una declaración inicial que se contrapone a la presentación de un significado último. El Idealismo, por su parte, encontró en la ironía un componente idóneo para aplicar a la reflexión artística, fundamentalmente de la mano de Friedrich Schlegel. Se constituyó como un recurso capaz de unir las esferas enfrentadas en la obra de arte: sujeto y objeto, idea y sensibilidad, finito e infinito, etc. Esta capacidad de conjugar términos tan diferentes es la que le otorga su significación como método retórico que siembra la incertidumbre y perplejidad en los “aparentes” significados que propone.

[33] Helman, Trasmundo de Goya, 57.

[34] Stoichita y Coderch, en El último carnaval. Un ensayo sobre Goya, defienden que el lugar y la fecha de venta de los Caprichos no son factores casuales. Esta colección comenzó a venderse el 6 de febrero de 1799, el último miércoles de ceniza del siglo XVIII. Para los autores, la elección de esta jornada habría estado motivada por el simbolismo expiatorio que Goya trata de dar a su obra, así como sus vínculos simbólicos con el carnaval y el mundo al revés. El hecho de que se vendieran en una perfumería de la calle del Desengaño, igualmente, reforzaría su objetivo revelador del lado oculto del mundo, de la verdad, ante la ilusión de la virtud moral moderna.

[35] Rachel Eisendrath, “Shakespeare and the Repetition of the Commonplace,” en A Companion to Arthur C. Danto, eds. Jonathan Gilmore y Lydia Goehr (Nueva York: John Wiley and Sons, 2022), 190, https://doi.org/10.1002/9781119154242.ch21.

[36] Arthur Danto, La transfiguración del lugar común (Barcelona: Paidós, 2002), 29-36.

[37] Arthur Danto, El abuso de la belleza (Barcelona: Paidós, 2005), 185-198.

[38] Danto, 156.

[39] Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos o cómo filosofar a martillazos (Madrid: Alianza Editorial, 1973), 31.

[40] Danto, La transfiguración del lugar común, 215-216.

[41] Danto introduce el concepto de “entimema” en el marco de sus reflexiones sobre la naturaleza metafórica de la obra de arte. Este término remite a un silogismo truncado en el cual alguna de sus premisas o conclusiones ha sido suprimida. De esta manera, el papel del entimema en la obra de arte es el de incitar a la reflexión e interpretación del espectador de cara a completar posibles lagunas en los significados artísticos.

[42] Danto, La transfiguración del lugar común, 295.

[43] Todorov, Goya. A la sombra de las luces, 72.

[44] Carlos M. Madrid Casado, “Goya, ¿el espíritu de la Ilustración?,” El Catoblepas: revista crítica del presente, no. 163 (2015): 7-8.

[45] Danto, Qué es el arte (Barcelona: Paidós, 2013), 51-52.

[46] Madrid Casado, “Goya, ¿el espíritu de la Ilustración?,” 8.

[47] Traducción propia del original. Danto, Encounters and Reflections, 256.